Entraron a
empujones y amenazas en un idioma que apenas conocían, los niños asustados lloraban
de la mano de sus madres y los adultos se llenaban de ira. De una ira que
juraban devolver algún día a todos aquellos humanos.
Primero pasó el
hombre encapuchado que les había arrastrado hacia allí, levantando una
trampilla en el suelo y obligando a los demás a bajar por ella hasta llegar a
un túnel subterráneo, con apenas luz y de olor repugnante del cual parecía que
nunca pudieses acostumbrarte.
Yunuen y Nura
estaban al final de todo, eran las últimas en aquella cola de elementalistas de
todos los clanes posibles. La muchacha no alcanzaba los catorce años y la madre
también era muy joven, no se parecían en mucho, salvo el color y longitud del
cabello, ondulado de un negro intenso caracterizado en los Nocturnos, los hijos
de la luna y que caía por la espalda hasta llegar a la cintura. En cambio los
ojos rojos de Yunuen sabía que eran de su padre, un Llama, y que por eso
siempre habían estado solas rodeadas de personas en el clan de los Nocturnos,
por ser una mezcla prohibida. Ella había heredado los mejores rasgos de cada
sangre: manejaba el fuego a su antojo, y con las palabras de la Madre luna
provocaba el dolor o podía eliminarlo, aunque allí de nada le serviría tener
tales habilidades porque el Amir abundaba en aquel lugar.
El viejo comenzó
a separarles a todos en grupos de tres, empujando con sus manos huesudas de
dedos retorcidos como ramas de árboles, aleatoriamente. De nuevo, los niños ya
calmados volvían a romper en llanto al ser separados de sus padres para
ponerlos todos juntos, chicas con chicas y chicos con chicos, en una misma
celda donde pasarían mucho tiempo. Pusieron a todos juntos menos a una de
ellas, a Yunuen que volvió a quedarse sola, aunque esta vez ya no tenía a su
madre la cual había estado siempre a su lado. Aquella noche su alma no pudo más
y rompió la promesa que hizo cuando los humanos se le echaron encima, dejando a
las lágrimas apaciguar su miedo.