Aquella noche en
la que la luna llena, brillante y hermosa, la madre de ellas y ellos vigilaba,
se abrió de nuevo el portal entre Luhén y la Tierra.
Un encapuchado
llevaba a Nura, a Yunuen y otros más encadenados hacia su escondite, cabizbajos
y susurrando palabras en su lengua, conjuros que no tenían ningún efecto en
aquel estado tan lamentable. Como cada cinco años, aquel extraño hombre
resentido, mentiroso y grotesco conseguía a unos cuantos brujos y brujas y las
encerraba hasta venderlos a algún desalmado o hasta que muriesen en sus
mazmorras. La muchacha de pelo negro y ojos rojos se resistía a caminar,
tirando con todas sus fuerzas hacia el lago cristalino para cruzar de nuevo el
portal, para regresar hacia su hogar del cual no quería marcharse. En cambio,
su madre Nura, sabía que de nada serviría y reservaba sus fuerzas mientras
calmaba a su hija con palabras tranquilizadoras y una canción de su tierra
aunque el viejo le golpeara cada vez que lo hacía.
Caminaron durante
toda la noche a través de oscuros árboles y matorrales, como si se estuvieran
escondiendo de algo o alguien, con el hombre no cruzaron ni una palabra, tan
solo miradas llenas de odio a las que él respondía con risas y burlas. Cuando
el sol comenzaba a aparecer por el horizonte y los primeros rayos iluminaban
las ramas y hojas, llegaron a una humilde cabaña de piedra. Por fuera era
modesta y sencilla: cuadrada de apenas doce metros de largo, demasiado pequeña
para poder vivir todos. Los brujos se extrañaron pero lo que más llamó su
atención fue que al alrededor de la casa había una capa de energía, una especia
de barrera invisible para los humanos la cual Nura y Yunuen temían, pues estaba
hecha por Amir, el material de almas que anulaba las danzas o el control de los
elementos, el mismo material que las cadenas que rodeaban sus delgadas muñecas.
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