Mientras
lloraba una nueva escena acudió a mi mente.
En
esta me encontraba arropado por el hombre que parecía ser mi padre. Este corría
por un largo pasillo, cuando de repente unos asquerosos seres le cortaron el
paso. Eran humanos, pero poseían largos cuerpos y un cuerpo perfecto. La forma
de estas figuras resultaba sobrecogedora, pero no tanto como el rito que
realizaban con impresionante coordinación. Alzaban los brazos por encima de su
cornamenta, y esta empezó a brillar con tonos siniestros.
—Carontes —dijo el humano con desprecio.
Todos
a una, las extrañas criaturas gruñeron con odio y rabia.
—Si nos das a Rasaal-gu podrás sobrevivir.
—Jamás —contestó él—. Es mi hijo, y si es
necesario os mataré para salvarle.
—Sabes tan bien como nosotros que no lo
lograrás — dijeron las criaturas, arrogantes—.Tu nos creaste inmortales ante
las heridas, para matarnos tendrías que liberarnos, y perderías todo tu poder.
La
expresión del rostro de mi padre demostró que eso era cierto, que él había
creado a aquellas criaturas que pretendían matarme.
Salió
corriendo repentinamente, y las demoniacas figuras tardaron lo suficiente en
reaccionar como para que se alejara unos metros.
Pero
las criaturas eran notablemente más rápidas, y a los pocos segundos le
alcanzaron.
—No vuelvas a intentar huir, Airuk-sama —le
advirtió uno de los seres, amenazante.
El
hombre susurró algo, y los Carontes lo entendieron demasiado tarde. Una ráfaga
de viento les había lanzado varios metros por el aire, y aún mantenía a cuatro
de ellos levitando unos pies por debajo del alto techo del pasillo donde
estaban.
—¿Por qué queréis a mi hijo, criaturas
infamas? —preguntó el que se había mostrado como Jinete.
Pero
no las dejó contestar, desenvainó una daga, de hoja corta, empuñadura de oro y
con una punta de un material que parecían rubíes, y las atravesó con ella. En
cuanto los seres estuvieron muertos, sus cadáveres empezaron a brillar.
Cuando
dejé de visualizar en mi mente aquella escena me di cuenta que estaba en el
mismo pasillo en el que aquellos demonios habían muerto a manos de mi padre.
En
ese instante, justo tras darme cuenta de donde estaba, escuché una especie de
rugido. Me di la vuelta, y allí estaban: los Carontes.
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